Cuando entra la pelirroja se desabotonan las bocas de trescientos sementales descosidos. La música se acompasa a sus tacones y se recomponen ojos licuados en copas de vino. Ella, sabedora, desnuda lo único puro que tiene en su tiránica sonrisa, y aun así, uno solamente quiere escalar hasta sus opresivos gemelos firmamentos.
Hipnotiza su falda, yugo narcótico de la mirada, entre vaivenes.
Incluso se inclina la cancerígena neblina cortés ante su paso.

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